sábado, 13 de febrero de 2010

Para Usted: Mario Gómez y González /Feb 13

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chayogomezg@hotmail.com
(Publicado en el Diario Rumbo Nuevo)

Democracia incipiente

Desde tiempo inmemorial, el pueblo de México se ha propuesto entre sus grandes metas, la creación de un régimen democrático que le permita intervenir en las decisiones políticas y señalar por lo tanto el rumbo histórico del país. El esfuerzo ha sido arduo, azaroso, agobiante y titánico.

En el siglo antepasado, con el peso de una tradición de servidumbre y silencio; con la herencia de prejuicios seculares; sin hábitos de intervención organizada en la vida pública, y, como remate, con un sistema de votación indirecta que diluía la voluntad de los electores en dos y hasta en tres grados de elección, todo ello revelador de un pernicioso atraso cívico, no hubo verdaderos partidos, órganos imprescindibles de la democracia. No podía haberlos. Los partidos solo surgen en cierto grado de la evolución social, con el desarrollo de las fuerzas productivas, las clases sociales, las comunicaciones, la cultura, los medios de comunicación y de todo lo que permite una intensa vida de relación social. Se tuvo movimientos, no partidos políticos en la correcta acepción del término.

La dictadura porfirista sofocó pero no liquidó los intereses políticos. Cuando el porfirismo hace crisis, surgió la demanda popular de reanudar el proceso cívico detenido, cosa que se logró con el triunfo de la revolución maderista.

Una vez en la presidencia, Madero expide una Ley Electoral innovadora que regulaba el funcionamiento de los partidos políticos, cuya fundación en asamblea, requería de un mínimo de 100 miembros; contar con una Junta Directiva, que tuviera un programa político y protocolizar la Asamblea Constitutiva. La elección continuaba siendo indirecta y cada dos años los gobernadores de los estados y las autoridades del Distrito y Territorios, realizarían la división territorial en distritos y colegios municipales y sufragáneos, eligiéndose por cada 500 habitantes un elector. En 1912, establece las elecciones directas de diputados y senadores a través de una reforma constitucional.

La Constitución de 1917 sentó las bases jurídicas generales para el ejercicio de la democracia en la nueva etapa nacional. El basamento, más que preceptos de índole electoral, consistía en la reivindicación de los derechos de la nación y la consagración de los derechos sociales de los trabajadores del campo y la ciudad. En lo político, el empeño por hacer avanzar la democracia fue vigoroso, aunque no siempre ajustado a la realidad. Por esa razón, se calificó a la Ley Electoral de Carranza, de 1918, como un acta de nacimiento expedida antes de que viniera al mundo la criatura, pues pretendía reglamentar lo que aún no existía: los partidos políticos.

Tan fue así que un destacado político guerrerense afirmaba que: “en los años siguientes la lucha electoral se libra por partidos nominales, inestables y fugaces; actores violentos de una trágica reyerta de facciones que Luis Cabrera, con su estilo cáustico, llamaría el “zafarrancho institucional”. Cada elección era precedida o acompañada de una revuelta armada, o cuando menos del amago subversivo. Cada elección culminaba en desgracia, con el país dividido como en el 2006 o bien, con los candidatos a tres metros bajo tierra o con la frustración de ideales elevados, como le ocurrió al ala juvenil de vasconcelismo, cuyo uno de sus integrantes, Adolfo López Mateos, pudo llegar a la primera magistratura del país muchos años después. Pero antes, cada elección dejaba un residuo de escepticismo y desaliento entre los mexicanos”.

El nacimiento del PNR, en 1929, empezó a superar la anarquía política, de la que se pasaba a la violencia electoral, y de ésta a la guerra civil. Se aglutinaron y disciplinaron en un organismo nacional las facciones revolucionarias caudillistas. Fue el primer paso para que México dejara de ser país de caudillos y lo fuera de instituciones. El tránsito fue logrado por Calles. Pero las nuevas instituciones nacieron con lentitud, y esto hizo que la vida democrática siguiera precaria, mediatizada a veces por pequeños grupos, y prácticamente a base de un solo partido.

Esto último era explicable. Liquidadas las fuerzas políticas del antiguo régimen y unificadas las que resultaron del triunfo armado de la Revolución, emergió una sola agrupación nacional, el partido mayoritario revolucionario. No podía haber otro en la escena, con fuerza real y dimensiones nacionales. Ese partido cumplió con acierto su misión, consistente en mantener unido, en un frente nacional, al vasto sector revolucionario.

Y esto, quiérase o no abonó el terreno para un ulterior avance de la democracia, porque cerró las puertas a la anarquía, al golpe de Estado y a la violencia armada, que hubieran vuelto a poner en crisis la vida cívica del país.

Las reformas cardenistas transformaron sustancialmente la situación del país, abriendo un nuevo ciclo del desarrollo nacional que cambió las condiciones de la vida política de los mexicanos. El general Cárdenas, modificó a fondo las relaciones de propiedad y trabajo en el campo, haciendo efectivos los derechos de los trabajadores; elevó la conciencia del pueblo; fundó el Instituto Politécnico Nacional y diversas Escuelas e internados para hijos de trabajadores, expropió sus bienes a las compañías petroleras y renovó la cultura general.

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