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(Publicado en el Diario Tabasco Hoy)
“Ay, eso de tener que depender de otros”
Obvio. ¿Obvio? Sí, Obvio. Mis cuatro hijos usa computadora – unos u otros van vienen con su laptop bajo el brazo y a cualquier hora se conectan –y tienen Blackberry o su IPod. Vamos, mi nieta María José, de once años, también.
¿Quién en estos dorados tiempos, con menos de cincuenta años de edad -- ¿o de sesenta? – no posee esos imprescindibles instrumentos de la modernidad?. Tendría que decirse que todos (aunque esa totalización más bien incluya a nuestra población urbana, con excepción de los consabidos segmentos sociales depauperados).
Y es que el uso de la computación está generalizado hoy en día, sobre todo en la población joven o en edad madura (y hasta los niños son expertos en su manejo: esos casi nacen actualmente con una computadora al lado, y no con su torta, como solía decirse antaño).
A los viejos es a los que todavía como que no se nos da ni la computadora, ni el Blackberry, ni el IPod, ni el teléfono celular (o acaso sólo dándole medio uso a éste), ni muchas de esas cosas que la tecnología ha puesto en circulación y que están ahí, por todas partes, para hacernos sentir cada vez más disfuncionales (o más inútiles, aunque duela decirlo así).
Hoy el que no tiene un computadora al lado, o el que no sabe manejarla, está perdido en el universo, y esto porque en nuestros días casi todo se ha computarizado. La electrónica ha permeado todo (y no solamente los cajeros bancarios): para entrar a un lugar importante hay que oprimir un botón y accionar algo, para pagar el estacionamiento en un establecimiento se tendrá que saber meter un ticket y abonar una cantidad, y para qué seguirle.
Y lo peor -- que desde luego es lo mejor para las nuevas generaciones – es que la computarización de la vida va a continuar creciendo a pasos agigantados, tanto que quien no se mantenga en permanente actualización va a padecer lo que ahora padecemos los viejos que nos quedamos atrás de la tecnologización (y no de los que se montaron en el caballo de la modernidad y se pusieron al corriente, que nada de disfuncionales tienen hoy).
Hace apenas unos días me reuní con tres personas para ponderar un proyecto que uno de ellos tenía en mente. Abrió su laptop y apareció algo en la pantalla, empezó a explicar y a cambiar imágenes. Las otras dos también encendieron su computadora de mano para darle seguimiento a lo que aquél decía y proyectaba. La sesión duraría algo así como hora y media. Todos “armados”, menos yo.
Recuerdo la escena. Los tres con su computadora al frente, tecleando por aquí y por allá y viendo imágenes en la pantalla de su aparato electrónico; yo, sin entender mucho, sin digerir los términos gramaticales usados y sin explicarme cómo podía ver tanta magia en un pequeño aditamento. Sobra decir que me sentí sacado de onda, como dicen los chavos güey de hoy. “¿Y yo qué hago aquí?”, me habría preguntado más de una vez.
Y es que sí, como muchos viejos, me quede en el pasado; no le entré a la computación ni tampoco a la electrónica. Vamos, ni siquiera sé manejar electrodomésticos (y eso que estos llegaron desde hace ya mucho tiempo). Los controles de la video y de la televisión aún se me dificultan; ahora que se computarizó el motor de los autos no sabría qué hacer con mi camioneta si alguna vez se me descompusiera; en el aeropuerto no sé pagar el estacionamiento. “Ay”, cómo decían los viejitos de antes, “eso de tener que depender de otro”.
Debo confesar que para este domingo no encontraba tema. Como que se me había cerrado la cabeza, pero de algo tenía qué escribir. Qué bueno que siquiera se me ocurrió esto de la computación y de los viejos que nos hemos resistido -- “y tan fácil que es”, nos dirá cualquier computarizado – a entrar a la modernidad, cuya llave es la computadora y la electrónica.
P.D. no es ni su santo ni su cumpleaños, pero desde esta columna le mando un afectuoso saludo a Agenor González Valencia, ah, y a su amada Gaba.
fcoperalta42@hotmail.com
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