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(Publicado en el Diario Tabasco Hoy)
“Quiero hijos felices, no exitosos...”
fcoperalta42@hotmail.com
Para el hombre moderno nada hay más importante en su vida que conseguir el éxito. Eso es lo que lo mueve.
Se prepara para el éxito y a eso dedica sus mejores esfuerzos y sus mayores preocupaciones. Su meta es ser un hombre exitoso.
Es decir, un hombre con fortuna, con fama, reconocido y envidiado, con las mejores viejas y automóviles de lujo y del año, con mansión, con prósperos negocios, con abultada cuenta bancaria, con casas o departamentos en las ciudades más importantes del mundo, con tarjeta premier de cuanto banco haya, que se la pueda pasar paseando y hospedarse en los más exclusivos hoteles, y qué va uno a saber.
Eso es lo que el hombre busca en la actualidad. Ser de la socialité, de la élite, codearse con la gente más rica y relacionarse con las mujeres mas bellas; llegar a ser exitoso.
El valor supremo de nuestra sociedad moderna es el éxito, y por lo tanto el hombre –y en su espacio también la mujer— por lo que más se desvive es por llegar a ser exitoso, ahí sí que al costo que sea y cómo sea. ¿Quién aceptará ser en estos dorados tiempos ser un fracasado?.
Creo que en este mismo espacio ya reproduje aquella expresión que le oí a un amigo muy querido: “el que a los cincuenta no se hizo rico … ya enterró el pico”. Si no hizo fortuna, si no acopió riquezas, si no triunfó a como mandan esos cánones, ya está sepultado; es un fracasado o un perdedor.
De allí, pues, que lo primero es el éxito. Y esa habrá que conseguirlo al costo que sea y ante una competencia feroz de miles de pretensos exitosos. El triunfo, según el moderno concepto, no es más que el hacer lana de a montón, viajar por todo el mundo y pasarse las noches en los mejores hoteles, irse de juerga a Miami o a otros sitios exclusivos, andar con cada cuero, y para qué seguirle.
El éxito es néctar de dioses. ¿O acaso no, lector, lectora? Quién no querría ser exitoso en estos tiempos, en donde lo material está por encima de otros valores, que ni se cotizan en pesos –o en dólares— y que tienen un valor que cada día vale menos.
Hoy hay que ser exitoso. No queda de otra, y el que no lo sea que mejor desaparezca, porque una buena parte de esta sociedad lo hará de menos y lo tendrá por fracasado.
Bueno, ¿y a qué viene todo esto?, podría preguntarse usted lector, lectora. Sí, desde luego que tiene un razón de ser. Me explico.
Hace unos días leí en algún periódico nacional que alguien –que luego supe era el artista británico Sting—decía querer “hijos felices, no exitosos”. ¿Y cómo está eso?, me pregunté a mí mismo. Como que no me sonaba la expresión.
¿Cómo alguien va a querer hijos felices en vez de hijos exitosos?, me pregunté. ¿Cómo a Sting se le ocurre anteponer la felicidad al éxito?, cuestioné. ¿A quién le importa hoy en día que él mismo, un descendiente, un amigo, un ser querido, sea feliz en lugar de ser famoso, rico, poderoso, …?.
“A mis hijos les he inculcado el gusto por la vida y quiero que sean felices, no exitosos”, declaró el artista británico. Hay que “educarnos” para ser felices, diría también. Y no dejó de llamarme la atención eso y de ponerme a pensar en algo en lo que hacía ya mucho tiempo no pensaba, en la felicidad antepuesta al éxito.
Ya hoy el hombre no busca ser feliz; ahora lo que pretende es el éxito. “Mucha gente confunde la felicidad con el éxito, y la felicidad no te da el poder ni el dinero, sino estar a gusto contigo mismo” expresó el citado Sting.
En otras palabras: para ser feliz no hay que tener éxito y el éxito no da la felicidad. Hay quienes dicen que el dinero compra todo, hasta la felicidad. Empero para ser feliz no hay que ser rico.
¿Conoce usted lector, lectora, el cuento “El Zar y la Camisa” de Leon Tolstoi?. Se lo platico brevemente y con mis propias palabras. El zar de Rusia enfermó y no había médico que diera con su mal y que pudiera curarlo. Alguien recomendó buscar a un hombre feliz y pedirle su camisa para ponérsela. Fueron meses y meses de estéril búsqueda, hasta que un día los emisarios del zar escucharon voces desde el interior de una humilde casa.
“Hoy he comido y he bebido; soy un hombre feliz”, oyeron, y fueron tras él sólo para encontrarse con que “el hombre feliz … no tenía camisa”. Disculpe usted lector, lectora, lo mal narrado del cuento.
P.D. Un saludo para la recién cumpleañera, Lety Ortega, lectora de Tabasco y de esta columna, y para José Luis Ocaña Andrade y su distinguida esposa.
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